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UNA MISIÓN PARA UN PRÍNCIPE
PALOMA BORDONS (Érame una vez.)

Érame una vez, hace setecientos diecisiete años, yo.
Bueno, para ser exactos, yo no era todavía, pero estaba a punto de ser. El mundo que me iba a tocar en suerte era muy distinto al de hoy. Para empezar, era plano y se acababa muy cerca de mi casa. Había brujos, dragones, unicornios, algún espíritu por ahí suelto, delicadas doncellas y valerosos caballeros a patadas.
También tenía sus guerras, bien sangrientas, y alguna que otra peste de vez en cuando. En cambio, faltaban otras muchas cosas, como el chocolate, las grupadoras, los cubitos de hielo y los viajes interplanetarios, por poner algunos ejemplos.

En mis primeros meses de vida fui tratado como un principito. Cinco doncellas me daban de comer, me vestían, me lavaban y corrían a mi cuna alborotadas cuando me echaba a llorar.
Pero un buen día me dije que ya era tiempo de echar dientes, gatear y hacer esas monerías que hacían los bebés de mi edad. Y me puse a crecer.
A veces salía al amanecer, cuando todo estaba aún cubierto de escarcha.
Luego me demoraba un buen rato junto a una charca llena de ranas. Era mi obligación.

Yo era descendiente del rey de Constantinopla. Probablemente yo era un príncipe. Todo el mundo sabe que en aquellos tiempos había muchos brujos que se dedicaban a convertir a las princesas en ranas.
¿Y qué se necesita para desencantar una princesa? Un príncipe.
Por eso, cada mañana perdía un buen rato corriendo tras las ranas de la charca y besándolas una a una en su resbalosa cara de rana. Pero nunca pasó nada.

O yo era un príncipe de pacotilla, o aquellas ranas eran ranas de verdad, o aquellas princesas estaban tontas.
De todos modos, con el tiempo me fui haciendo amigo de las ranas. Al verme llegar, se acercaban a mí y se dejaban besar con resignación.
Y así pasaba un día, y otro día, y otro día...
Una mañana, al llegar al bosque, me di cuenta de que el invierno se había ido sin despedirse. Acababa de presentarse la primavera y las ranas la saludaban croando como locas.

Como siempre, me acerqué y las fui besando una a una. Ya me conocían y se dejaban hacer, casi mimosas. Y hete aquí que, cuando me fui a acercar a la última, una ranita verde chillón que no recordaba haber visto antes dio un salto tremendo huyendo de mí. Aquello hirió mi amor propio.
—¡Con que esas tenemos, señora rana! —grité—. Pues pienso atraparte aunque me cueste toda la mañana.
Me lancé tras ella y la perseguí por la charca, mientras las demás ranas contemplaban el espectáculo muy divertidas. ¡Cómo saltaba!

—¡Ya te tengo! —grité al cabo de un buen rato. Me zambullí en el agua agarrándola con las dos manos, y le planté un buen beso sonoro.
¡ SSSSSMUACK!
Ya me iba a alejar con la satisfacción del deber cumplido cuando vi que la rana se hinchaba, se hinchaba, se hinchaba... Y se transformaba en una niña rubia de ojos azules, vestida con un traje de tul, que me miraba con el ceño fruncido y los brazos en jarras.

Yo me quedé boquiabierto. Hacía tanto tiempo que besaba ranas, que había olvidado para qué lo hacía. Y cuando por fin de una de ellas salía una princesa encantada, resulta que la cosa no me hacía ninguna gracia.
“¿Y qué demonios hago yo ahora con una princesa?”, me dije.
La princesa seguía mirándome con cara de pocos amigos.
—¿Qué haces ahí parado? —dijo al fin—. Ya que me has atrapado, cumple con tu deber.

En estos casos, como todo el mundo sabe, el caballero debe llevar a la princesa en brazos hasta su castillo, pero yo era un caballero demasiado enclenque, y en cambio ella era una buena moza. De modo que me limité a tomarla de la mano y sin cruzar una palabra, nos alejamos del bosque.
A mis espaldas oía a las ranas croar:
—¡Habrase visto la señoritinga!
—Con razón la encontraba yo tan rara.
—No sé qué se habrá creído, con esos humos...

Paloma Bordons nació en Madrid en 1964. Estudió Ingeniería Técnica Forestal. Durante sus estudios empezó a trabajar en el Ministerio de Educación como documentalista y, plenamente convencida de que la explotación de los bosques no era lo suyo, estudió Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid. En 1986 quedó finalista del Premio El Barco de Vapor con Chis y Garabís, en 1990 con Mico y en 1997 por Leporino Clandestino. Por fin en 2004 se hizo con dicho premio con el libro Sombra. En 1992 se mudó junto a su marido a Bolivia, donde permanecieron dos años y donde Bordons colaboró como escritora e ilustradora de la Secretaría Nacional de Educación. También vivió dos años en Argentina, más tarde, la familia marchó a Suiza y después a Inglaterra. En 1994 fue accésit del Premio Lazarillo por una colección de poesías que llevaban el título Hojas de líneas cojas. En el año 2004 ganó el Premio Edebé de Literatura Infantil. Sus libros han sido traducidos a varias lenguas.
Revisado por: Alfredo Rodrigálvarez Rebollo