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GULLIVER EN LILIPUT
JONATHAN SWIFT (Los viajes de Gulliver)

Aunque me propongo dejar la descripción de este imperio para un tratado especial, me agrada, mientras tanto, satisfacer al lector curioso con algunas ideas generales. Puesto que la estatura normal de los liliputienses es algo inferior a los quince centímetros, existe una proporción exacta con los demás animales, así como con las plantas y los árboles. Por ejemplo, los caballos y los bueyes tienen una altura de diez o doce centímetros; las ovejas, cuatro, más o menos; y así las distintas especies, hasta llegar a las más pequeñas, que a mis ojos eran casi invisibles. Los árboles más corpulentos tienen unos dos metros y medio de altura. Las otras plantas guardan la misma proporción; pero esto lo dejo a la imaginación del lector.

Diré poco ahora de su cultura, que ha prosperado durante muchos siglos. Pero su forma de escribir es muy extraña: ni de izquierda a derecha, como los europeos, ni de derecha a izquierda, como los árabes, ni de arriba abajo, como los chinos, sino al sesgo, desde una esquina del papel a la otra.
Quizá ahora le interese al lector que le cuente mi género de vida en aquel país.
Como soy aficionado a la mecánica, y también forzado por la necesidad, me hice una mesa y una silla bastante cómodas con los árboles más grandes del parque real. Se necesitaron doscientas costureras para hacerme camisas y ropa blanca para la cama.

Todo ello, del tejido más resistente y basto que pudieron conseguir, pero a pesar de todo tuvieron que coser entre sí varias capas, porque el tejido más grueso era más delgado que el linón. Las costureras me tomaron las medidas tumbado en el suelo, una de pie en el cuello y otra a mitad de la pierna, con una cuerda extendida, que cada una sostenía por un extremo mientras que una tercera medía la longitud de la cuerda con una regla de dos centímetros y medio. Del mismo modo, se necesitaron trescientos sastres para hacerme la vestimenta.

Para prepararme las comidas disponía de trescientos cocineros, instalados en pequeñas casetas construídas alrededor de mi casa. Vivían allí con sus familias. Me preparaban dos platos cada uno. Cogía veinte camareros con la mano y los colocaba en la mesa. Otros cien andaban atareados en el suelo, unos con fuentes de comida y otros llevando a hombros barriles. Un plato de aquella comida equivalía a un buen bocado, y un barril, a un trago aceptable.
Tres días después de mi llegada, mientras paseaba por la costa noreste de la isla para satisfacer mi curiosidad, observé a unos tres kilómetros mar adentro algo que parecía un bote boca abajo.

Lo llevé hasta el puerto, donde se congregó una inmensa multitud, pasmada de ver una nave tan descomunal. Pedí que me consiguieran los materiales necesarios para repararlo.
Al cabo de un mes, cuando todo estuvo listo, mandé decir a Su Majestad que esperaba sus órdenes y que estaba dispuesto a partir.
Aprovisioné el bote con pan y bebida y la carne guisada que pudieron preparar cuatrocientos cocineros. Embarqué también vacas y dos toros vivos y otras tantas ovejas y carneros, con la intención de llevarlos a mi país natal y propagar esas especies. Para alimentarlas a bordo disponía de un buen haz de heno y un saco de maíz.

Preparadas todas las cosas lo mejor que pude, me hice a la vela el 24 de septiembre de 1701, a las seis de la mañana. Ese día no divisé nada, pero al siguiente, hacia las tres de la tarde, divisé una vela que se dirigía al sudeste. Grité, sin obtener respuesta, aunque vi que me acercaba a ella, porque el viento había aflojado. Largué toda la vela que pude y me avistaron al cabo de media hora. No es fácil describir la alegría que sentí ante la inesperada posibilidad de volver a ver mi amada patria y los seres queridos que había dejado en ella.

El navío arrió velas y me puse a su altura. El corazón me dio un vuelco al ver la bandera inglesa. Metí las vacas y las ovejas en los bolsillos de la casaca y subí a bordo. El navío era un mercante inglés que regresaba del Japón, y su capitán, el señor John Biddel, un hombre muy atento y un excelente mecánico. Me trató con amabilidad y me pidió que le contara dónde había estado últimamente y adónde iba. Se lo conté en pocas palabras, pero creyó que desvariaba y que los peligros que había pasado me debían de haber trastornado la cabeza. Entonces saqué de los bolsillos las vacas y las ovejas. Eso le dejó pasmado y convencido, sin lugar a dudas, de mi veracidad.

Jonathan Swift, nacido en Dublín el 30 de Noviembre de 1667, fue un escritor, poeta, ensayista y religioso irlandés.
Criado en Irlanda aunque con fuertes lazos con Inglaterra, Swift estudió en el Trinity College de Dublín, trabajó como asistente político -son famosas sus cartas y discursos que le valieron más de un enemigo- y finalmente fue ordenado como pastor de la Iglesia de Irlanda. Posteriormente, y dentro de sus funciones como asesor político, viajó a Inglaterra, donde vivió casi hasta el final de sus días.
Su obra Los viajes de Gulliver (1726) es conocida en todo el mundo y ha sido adaptada en numerosas ocasiones para la televisión y el cine. Se trata de una obra satírica, de un gran componente político, social y filosófico, gran parte del cual se ha ido perdiendo con el tiempo, dejando tan sólo el sentido de la maravilla y el absurdo que se hace dueño del libro. Las influencias de la obra de Swift se pueden apreciar en trabajos posteriores de Godwin o Payne.
Tras volver a Irlanda por problemas políticos, la salud mental de Swift se fue degradando poco a poco hasta que murió el 19 de Octubre de 1745.
Revisado por: Alfredo Rodrigálvarez Rebollo