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A LAS CINCO EN PUNTO
PACO MARTÍN (Cosas de Ramón Lamote.)

El señor Lamote daba clase en el tercer piso del número nueve de la calle del Monte y allí acudía todos los martes, jueves y viernes, de cinco a seis de la tarde. Salía a las cinco menos veinte y caminaba despacio sabedor de que diez o quince minutos eran suficientes para llegar a su destino.
Enfiló la calle del Monte y llegó al portal del número nueve al mismo tiempo que las nubes comenzaban a verter la lluvia que venían guardando.
Ya al abrigo, no pudo evitar pensar en el viaje de vuelta bajo el aguacero.
Cierto que en casa de su alumno le prestarían un paraguas.

Se dirigió hacia la escalera, pero tuvo que detenerse cuando ya tenía un pie en el aire. Una señora muy acicalada estaba allí sentada y lo miraba. Ramón Lamote es un hombre educado, por lo que, después de bajar con suavidad su pie derecho hasta colocarlo junto al izquierdo, deseó: —Buenas tardes.
—Buenas tardes —respondió la mujer.
Nuestro hombre se rascó la oreja izquierda y echó un vistazo al reloj. —Parece que se ha metido la tarde en agua... —dijo.
—Sí, hay que ver cómo llueve ya.
Y se quedaron callados los dos.

—Yo —dijo Lamote— tengo una clase aquí, en el tercer piso...
—Eso está muy bien. Yo tengo un cuñado que da clases de física; es posible que lo conozca, se llama Eulogio Pina...
—Eulogio Pina, dice...? Creo que no tengo el gusto...
Lamote miró de nuevo el reloj y pudo comprobar que era casi la hora de comenzar su trabajo.
—La clase que debo dar es a las cinco —dijo con cierta timidez— y en esta casa no hay ascensor...

La dama abrió un poco los ojos y se repantigó todavía más.
—Eso del ascensor es un invento muy práctico. ¿No le parece?
—Sí, señora. Lo que pasa es que, cuando un edificio no lo tiene, todos nos vemos obligados a subir por las escaleras —remedó Lamote—. Y sobre todo si uno tiene que impartir clase a las cinco de la tarde y son ya las cinco y cuatro minutos.
—Ese reloj que usted tiene, ¿marcha bien?
—Sí, señora. Es un buen reloj...

Ramón Lamote, que es un hombre respetuoso con todo el mundo, incluyendo a las señoras que se sientan en los peldaños de las escaleras, decidió atacar por otro frente.
—¿Qué pensaría usted de su cuñado Eulogio Pina si llegase tarde a sus clases?
—Hombre, si fuese porque lo había atropellado un coche o algo así...
—No, si fuese porque había una señora sentada en las escaleras y él no pudiese subir sin pisar a la mujer.
—Mi cuñado Eulogio es un caballero y no anda por ahí pisando señoras.

Él subiría en el ascensor.
—Pero es que no hay ascensor.
—Mi cuñado Eulogio solamente da clases en lugares donde haya ascensor.
Lamote volvió a mirar la hora: las cinco y diecisiete minutos. Contó mentalmente hasta treinta e intentó seguir razonando: —Muy bien, imaginemos ahora que hay una señora sentada en el ascensor.
—Las señoras no se sientan en los ascensores. Además, si así fuese, él subiría por la escalera.

—Ya me lo temía. ¿Y si no hay escalera?
La mujer abrió algo más los ojos.
—Señor —dijo muy seria—, yo diría que anda escaso de conocimientos...
¿No sabe que es obligatorio construir escaleras en todos los edificios?
—Sí, lo sé...
—Entonces, ¿a qué viene su pregunta?
Ramón Lamote no supo qué contestar.
El tiempo transcurría velozmente. Mientras tanto, la mujer había estado escudriñando en el interior de su enorme bolso hasta encontrar una revista y se había puesto a leer.

Fuera seguía lloviendo, ahora a cántaros, y Ramón Lainote comprendió que, después del retraso, ya no sería posible pedir a los padres de su alumno el paraguas, así que llegaría a casa con los pies empapados y se pasaría la noche con la nariz moqueante y los ojos llorosos.
Eran ya las seis menos cinco minutos cuando oyó que alguien bajaba la escalera.
Era un hombre de piel brillante que bajaba haciendo crujir los peldaños.
—María —dijo—, ya he cobrado la renta de los cuatro pisos.
—Muy bien —contestó ella mientras guardaba la revista—. Pues vámonos...
El hombre se fijó en Larnote.



—¿Y este quién es? —preguntó a su mujer.
—No sé, él dice que es profesor, pero yo no lo creo... Y si lo es, tiene que ser muy malo. Fíjate que me dijo que tenía una clase a las cinco y mira la hora que es...
—Así está todo —sentenció el hombre, ya en la puerta, mientras abría un enorme paraguas azul.
Y se fueron los dos.

Francisco Martín Iglesias, nació en Lugo, en 1940. Fue profesor de primaria hasta su jubilación, en 2000. En 1971 publicó su primera obra “Muxicas no espello” y en 1975 aparece su primera novela “No cadeixo”. En 1985 publicó “Das Cousas de Ramón Lamote”, traducida a varios idiomas, y por la que consigue el Premio Nacional de Literatura infantil y juvenil. Fue director del suplemento “Axóuxere -Semanario do neno galego”, publicado en el periódico “La Región” de Ourense. Durante siete años dirigió el Departamento de Producción de Material Didáctico para la Enseñanza en Gallego de la Consellería de Educación de la Xunta de Galicia. Ha sido miembro del consejo de redacción de “A trabe de ouro” y columnista en los periódicos “El Progreso” de Lugo y “Diario de Pontevedra”.
Premio Barco de vapor (1984); Premio Nacional de Literatura Infantil (1986).
Revisado por: Alfredo Rodrigálvarez Rebollo